jueves, 10 de septiembre de 2015

Discurso de 1780 a un Recién Iniciado


Discurso de 1780 a un Recién Iniciado

Manuscrito MS 5921-10 depositado en la Biblioteca Municipal de Ley Sabio e iluminado discurso para la recepción de un aprendiz francmasón, recibido de Italia y originario de Alemania, 1780. Nota escrita a mano por J. B. Willermoz, puesta al dorso del discurso.

La Masonería es un secreto que subsiste desde que el mundo fue creado. Este secreto ha ido pasando de generación en generación hasta nuestros días, y así lo continuará haciendo hasta el fin de los siglos. Este secreto, resulta impenetrable no tan solo a los profanos, si no también para los masones tibios, perezosos y superficiales. Ser masón, es pues buscar sinceramente el merecer ser iniciado en nuestros misterios.

Para tener idea de esta búsqueda, es preciso ser guiado; la naturaleza se encarga de inspirarnos este sentimiento. Todo hombre nace con el deseo de ser feliz, todo hombre nace con el deseo de la virtud. Pero la naturaleza por sí sola no es suficiente para perfeccionar al hombre, ella lo sabe bien, y ella misma lo motiva a consultar la razón. Ésta lo recibe y le proporciona todos sus cuidados; la razón no rechaza jamás a aquellos que a ella se abandonan.

Del concurso de cuidados e impresiones de la naturaleza y la razón se forma la educación. La educación de dos tan excelentes guías solo puede producir la perfección. La perfección en el hombre, es el amor por la justicia; nuestra tercera guía será pues la sabiduría.

La naturaleza, la razón y la justicia quieren la felicidad del hombre, no ya solamente en la otra vida, sino también en ésta. Todo lo que existe ha sido creado para el hombre, es preciso pues que goce de todo ello, pero sólo lo puede hacer a título de gracia: su poder no es más que un depósito, tiene el usufructo, pero no puede creerse el propietario. Debe pues hacer valer esta repartición gozando de sus ventajas, pero no puede apropiarse del depósito, debe estar siempre dispuesto a renunciar a ello y no contemplarlo como su única posesión.

Con la vida, el hombre ha recibido el libre albedrío, es decir que, situado entre el bien y el mal es libre para elegir. Se le hace ver toda la felicidad que debe sacar siguiendo el bien que ya conoce y se le amenaza con los más crueles tormentos, si se libra a un enemigo peligroso que también se le muestra. Aquí, el impío clama la injusticia, porque quiere seguir esta última decisión, mientras que el justo, al contrario, bendice a su Creador que, por ello, otorga al hombre rango por encima de los ángeles. El justo y el impío tienen su libre albedrío, ¿por qué entonces este contraste.

Por que la presunción se desliza en el hombre en ayuda de los conocimientos que él adquiere, si no tiene el sumo cuidado de relacionarlos con el solo objetivo para el que le han sido dados. Toma un camino equivocado y marcha por él con seguridad. Seducido por la apariencia, se abandona por entero al lenguaje adulador de su enemigo que solo busca su ruina, celoso de la superioridad y de ser suplantado.

Una vez que el hombre ha perdido de vista la verdadera luz, o que impelido por una criminal curiosidad, quiere servirse de aquella que le ha sido dada, para sobrepasar los límites que le son prescritos, no hace más que caer de error en error, recorriendo espacios inmensos, mientras su presunción le hace contemplarlo todo como simples medios para alcanzar el término que se ha propuesto. Éste término esta claro que no es otro que la verdad o la felicidad, pero privado por su culpa de la antorcha que ha dejado atrás, no hace más que murmurar, por que las tinieblas le impiden ver que no está en la buena vía. En lugar de la paz y la verdad que busca, no encuentra nada parecido, antes al contrario, toda suerte de penas. El remordimiento y la confusión se amparan de él, habrá viajado mucho, habrá trabajado mucho, pero en tanto siga en este camino, no encontrará nada.

Solo después, asqueados y fatigados de tanta búsqueda inútil, después de tanto esfuerzo mal empleado, después de haber enjuagado todas las fatigas del cuerpo, del alma y del espíritu, es cuando finalmente, volviendo a esa primera inclinación por lo verdadero, lo bueno y lo bello, abjuramos de nuestros errores, nos sacudimos los prejuicios y volvemos sobre nuestros pasos en ayuda de nuestra conciencia trastornada. Es cuando el grito de nuestros guías bienhechores se hace oír imperiosamente; nuestros guías que buscan sin descanso recuperar sus derechos sobre el hombre.

Pero para volver a encontrar la verdadera felicidad, es preciso que se someta, que se resigne, que haga el sacrificio de lo que tiene como más querido, que renuncie a sus derechos, que sufra la muerte y la privación de todo lo que había poseído. Y si se somete a este castigo del todo merecido por su rebelión, el hombre ingrato y perverso obtendrá su gracia, cuando sólo aguarda su destrucción.

¿Cuál es este amigo generoso que intercede por él? es su Creador, es la sabiduría misma.
¿Qué se exige todavía del hombre? Nada más que las consecuencias necesarias de su pecado: la vergüenza, el remordimiento, el trabajo, la pena y los males.
En cuanto el hombre vuelve seriamente sobre sí mismo y encuentra este rayo de luz que todos hemos recibido, si hace éste examen con el deseo sincero de conocerse, de conocer a su autor y la perpendicular que los une, si el deseo lo conduce a la práctica más escrupulosa de sus deberes que ya conoce. Si por el contrario el desaliento y el asombro estéril no hacen mella en él, si es constante con la sinceridad, la constancia y el fervor, el hombre se servirá provechosamente de este fulgor para alcanzar la gran Luz. Pero no olvidemos que esta recompensa debe ser el fruto de un largo y penoso viaje, que aún y habiéndonos hecho indignos en el pasado de ella nos es dada bajo un nuevo signo de confianza y bajo las pruebas más auténticas de nuestra fidelidad, nuestra prudencia y nuestra sumisión.

Hasta aquí el hombre que estamos considerando no está ni desnudo ni vestido, no sabe todavía desenmarañarse muy bien por sí mismo, no puede conciliar sus inclinaciones y sus facultades, se sorprende de su libertad, se compara; la fidelidad, el amor y la confianza le son ordenadas, se somete a ellas, y su arrepentimiento, su penitencia y su confesión le hacen merecer la gracia. Es llevado hacia ella en tanto que el recuerdo de las circunstancias de su creación le hacen concebir toda la nobleza de su origen.

Pero el hombre solo adquiere lo que desea consultando la naturaleza, la razón y la justicia; la primera es la puerta en la que debe llamar, la segunda es el camino que debe seguir y la tercera el objetivo al que debe aspirar. Entrad pues en vos mismo, estudiaros y llamar para ser oídos; buscad en la sabiduría y fuera de lo material lo que solo ella puede haceros encontrar, y pedir al autor de toda justicia la inteligencia de lo que habréis buscado y encontrado.

El hombre librado a sus pasiones y en las tinieblas esta ofuscado; su origen y su fin no los tiene presentes. Olvida la parte espiritual que entra en su existencia, para solo librarse a su parte animal y material. Se degrada ocupándose solamente de lo temporal, y en tanto que está en este estado de adormecimiento, no puede elevarse más allá, incluso no percibe nada, porque es él mismo quien pone un espeso velo entre él y la luz.

Pero cuando el velo cae, percibe con los votos del deseo y la confianza, lo que su espíritu ofuscado por las pasiones no le permitía ver. Tres grandes estrellas se presentan ante él, son los tres mandamientos que encuentra grabados en su corazón…

El hombre había recibido el uso de los metales, como un depósito y no como una propiedad, pero equivocado por la concupiscencia, abusa de ello por el uso desmesurado que hace del mismo. Había que despojarlo de ello. Todas las pasiones pueden ser inocentes, si éstas no se hacen criminales por el abuso que el hombre haga de ellas. Entregarnos estos dones, de los que habíamos sido despojados con merecimiento, es entregarnos la gracia de hacer un buen uso de los beneficios de la naturaleza; pero sólo podemos volver a nuestros derechos que con un corazón puro, fruto del arrepentimiento y de una buena resolución.

La excelencia del hombre esta efectivamente apoyada sobre tres columnas o tres impresiones que encuentra grabadas en su corazón, si acaso quiere examinarlo; éstas no son otras que las tres virtudes teologales. Sin su práctica, todo edificio moral se viene abajo, estando el hombre así mismo apoyado sobre la fuerza, la sabiduría y la belleza que nos representan la divinidad; el hombre mismo y los elementos; la naturaleza, la razón y la justicia; lo espiritual, lo animal y lo material; la inteligencia, la concepción y la voluntad, etc.

Los aprendices en el norte del Templo para dedicarse a la obra, a la espera que hayan adquirido la fuerza y los conocimientos de los trabajos masónicos, es decir, que al hombre al que se hace vislumbrar conocimientos que cree más allá del alcance de su espíritu, tiene necesidad de un poco de espacio y reflexión para acostumbrarse a las ideas que deben nacer en él, estas nuevas nociones, a las que cree que la razón repugna; y a menudo toma por su razón al cuerpo de consecuencias que sus prejuicios hacen sacar ciertas falsas nociones que ha recibido o que se ha dado. No resulta tarea fácil vencer estos prejuicios y vencer su voluntad, pero es sin embargo un sacrificio necesario y es condición previa para adquirir nuevos conocimientos.

Pero estos nuevos conocimientos le parecen al candidato como una piedra bruta en manos de un tallador inexperto. Esta piedra es informe, sus conocimientos lo son también. Los primeros golpes de cincel dados sobre esta piedra, aunque la van cortando, no parecen darle todavía forma alguna; de igual modo nuestras primeras búsquedas hechas sobre una verdad encubierta no nos aportan tampoco nada de positivo. Pero infaliblemente, si actúa con deseo, amor, y confianza, el verdadero masón se abrirá un camino a la perfección de la misma manera, que con la práctica, el tallador inexperto logrará escuadrar su piedra en sus justas y requeridas proporciones. La ignorancia o el error le harán contemplar aquello que busca como un caos que aún no sabe como ordenar, como una luz envuelta todavía en las más espesas tinieblas que es preciso disipar. Son necesarios tiempo y reflexión para ordenar las nuevas ideas, vencer los prejuicios y adoptar nuevas nociones sobre asuntos que, el espíritu enemigo de la materia, no ha podido ni dejar suponer a aquellos que lo han despreciado.

Siendo la recompensa proporcional al mérito de cada uno, el hombre que no se halle todavía en el estado a que nos referimos, no puede pretender una satisfacción que razonablemente vaya más allá de su mérito actual. Hay diversos lugares en el templo; la columna J. esta destinada a la paga de los verdaderos aprendices. El significado de esta columna quiere decir: “confianza en Dios”.

¡Ah!, ¿no es acaso una gran recompensa el haber obtenido el convencimiento de que debemos poner toda nuestra confianza en aquél del que todo lo hemos recibido?. ¿Quién sino puede darnos nuestra recompensa?. Sabemos ya que otro que no él nos ha hecho equivocar, y que vanamente hemos buscado fuera de él, lo que sólo podemos encontrar en él. Es pues en este estado de sincero retorno a él cuando el hombre recibe su paga, ya que, cuando este retorno es realmente sincero, es infaliblemente seguido de una dulce emoción, la cual es más fácil sentir que expresar. Uno entiende claramente que no se encuentra al final del camino, pero al menos, goza de la satisfacción de verse en la buena ruta que conduce al objetivo deseado, y por alejada que se encuentre la luz, ésta es tan grande que ilumina el camino a aquel que la busca sinceramente.

Relegados a la parte septentrional del porche del templo, es decir, aún absorbidos por el recuerdo de nuestros errores y nuestras faltas, rodeados aún de las consecuencias de nuestra prevaricación, no podemos recibir nuestra paga si no bajo las tres condiciones siguientes: el arrepentimiento, la penitencia y la confesión de nuestra culpa, representadas por el signo de la cuádruple escuadra, por un sincero ejercicio del culto que nos es prescrito, y un santo uso de la plegaria que nos es enseñado.

Para terminar este discurso, convengamos, Hermanos míos, que el hombre no puede recibir esta gracia, esta favor insigne deseado por todos, aunque poco conocido, que cuando el hombre, queriendo salir absolutamente de las tinieblas y el error, busca de buena fe la sólida luz, que indignado de su propia presunción, solo quiere seguir la virtud, y que convencido de la existencia de un ser perfecto, deposita toda su confianza solo en él, en quien reside la verdadera Logia, justa y perfecta, la fuerza, la sabiduría y la belleza.

El aprendiz que apenas sabe deletrear y en absoluto escribir, nos es una buena representación del hombre, tímido observador de la ley que quiere seguir, pero incapaz de hacerse un plan exacto de sus deberes, ni una aplicación justa de sus conocimientos. Salido de las tinieblas de la ignorancia y el error, solo puede acostumbrarse poco a poco a las nuevas nociones que a duras penas puede entrever, y de las que solo mediante los distintos grados, hacerse una idea justa y proporcionada.

Este número tres, ¿no tendrá acaso relación con los tres mandamientos, las tres virtudes teologales, las tres personas de la trinidad, con alguna época determinada y con alguna alianza?.

La luz preside el trabajo, las tinieblas el reposo. Todo lo que el hombre hace debe ser digno de la luz, y si por error busca las tinieblas, parecidamente al primer hombre, mostrará la confusión de su conciencia. Siempre es tiempo de hacer el bien, puesto que para los masones, la hora siempre es antes del mediodía y tiempo para ponernos a trabajar. Si buscamos la luz con decisión la encontraremos; el desánimo es una verdadera renuncia a la luz.

Portal masónico de Guajiro

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